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Nuevo Diseño

Ahora que tuve un tiempo libre, me surgió la idea de actualizar el diseño de mi sitio personal. Más sencillo pero también que fuera compatible con la llamada «Web Responsiva» (esa que hace que tu página web sea compatible en tu pc como en tu tableta o tu celular, sin que pierda formato).

Este tema me gustó y lo voy a probar un rato.

Aún me falta configurar algunas cosas pero ahí la llevamos.

Murphy dice: Ser freelance es como ser un Jedi, puedes trabajar en bata.

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Mis embargos

En 1956 escribí una comedia que, según yo, iba a abrirme las puertas de la fama, recibí una pequeña herencia y comencé a hacer mi casa. Creía yo que la fortuna iba a sonreírme. Estaba muy equivocado; la comedia no llegó a ser estrenada, las puertas de a fama, no sólo no se me abrieron, sino que dejé de ser un joven escritor que promete y me convertí en un desconocido; me quedé cesante, el dinero de la herencia se me fue en pitos y flautas y cuando me cambié a mi casa propia, en abril de 1957, debía sesenta mil pesos y tuve que pedir prestado para el camión de la mudanza.

– Jorge Ibargüengoitia
Mis Embargos – La ley de Herodes

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Star Trek: Into Darkness

La escena más famosa de Star Trek con Alice Eve
La escena más famosa de Star Trek con Alice Eve

Anoche ví Star Trek: Into Darkness y me da miedo que J.J. Abrams haga lo mismo con Star Wars. Toda la peli se basa en puro fanservice.

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La mejor música

Lo mejor de la música

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No aflojes la mano derecha (Corregido)

No aflojes la mano derecha

Alejandro Diep Montiel

A los 15 años de edad tomé un curso de rescate que incluía prácticas de rapel. Toda mi vida he sido temeroso de las alturas y, cuando vi ese barranco de 45 metros de profundidad, no creí que me aventaría.

A cada momento el instructor nos advertía: “Jamás suelten la cuerda de su mano derecha. Si la aflojan, se caen al vacío porque es la que sirve de freno”. Con esas palabras en la mente, uno se paraba en la orilla, daba el primer paso hacia atrás y se dejaba ir de espaldas. Los nervios aumentaban porque se tenía que dar un pequeño salto para sortear la curva al inicio de la pared.

La primera vez que descendí, tomé muchas precauciones y logré bajar bien. La segunda vez no resultó igual. Tenía más confianza y no me fijé en que mi playera estaba atorándose entre los nudos y los mosquetones. Por suerte, me di cuenta a tiempo y me detuve en seco. No sabía qué hacer estando suspendido a la mitad del trayecto. Mi compañero estaba más abajo, en la otra línea y no podía regresar para ayudarme.

Tuve que armarme de valor y, sin soltar la cuerda de la mano derecha, levantar mi propio peso con la izquierda, ascender un poco y permitir que la tela se zafara. Me costó trabajo, pero al final lo hice. Continué mi descenso sin problemas. Después vinieron otras prácticas desde mayor altura. Por supuesto que en estas tuve más cuidado.

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No aflojes la mano derecha

No aflojes la mano derecha

Alejandro Diep Montiel

A los 15 años de edad tomé un curso de rescate que incluía prácticas de rappel. Toda mi vida he sido temeroso de las alturas y, no creí aventarme cuando vi ese barranco de 45 metros de profundidad.

En cada momento el instructor nos advertía “Jamás suelten la cuerda en su mano derecha. Si la aflojan se caen al vacío porque es la que sirve de freno”. Con esas palabras en la mente, te parabas en la orilla, dabas el primer paso hacia atrás y te dejabas ir de espaldas. Los nervios aumentaban porque tenías que dar un pequeño salto para sortear la curva al inicio de la pared.

La primera vez que descendí tomé muchas precauciones y logré bajar bien. La segunda vez no resultó igual. Tenía más confianza y no me fijé que mi playera se estaba atorando entre los nudos y los mosquetones. Por suerte, me di cuenta a tiempo y me detuve en seco. No sabía qué hacer estando suspendido a mitad del trayecto. Mi compañero en la otra línea estaba más abajo y no podía regresar para ayudarme.

Tuve que armarme de valor y, sin soltar la cuerda en la mano derecha, levantar mi propio peso con la izquierda, ascender un poco y permitir que la tela se zafara. Me costó trabajo pero al final lo hice. Continué mi descenso sin problemas. Después vinieron otras prácticas desde mayor altura, por supuesto que en éstas tenía más cuidado.

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El día que aprendí a nadar (Corregido)

El día que aprendí a nadar

Alejandro Diep Montiel

El día que aprendí a nadar quedó fijo en mi memoria. Tenía alrededor de 12 años. Durante unas vacaciones familiares, al llegar al hotel y desempacar, me di cuenta que en mi salvavidas había un agujero. Con tristeza, observé la llanta inflada de mi primo, mientras que la mía solo era un bulto de plástico que yacía en el suelo.

Mi madre consiguió un parche; sin embargo, yo no podría salir a nadar en tanto no se secara el pegamento, más o menos al siguiente día. Mi tía nos dijo que alternáramos la otra llanta entre mi primo y yo. Así lo hicimos unos minutos hasta que, como niños que éramos, tuvimos una pelea durante mi turno. Él reclamó lo que le pertenecía y yo, enojado, se lo devolví.

Resentido como estaba, salté al agua y comencé a moverme con desesperación. Pataleaba y braceaba adelante y atrás. Con dificultad, pude flotar y avancé lentamente hasta donde la alberca era más profunda, y de regreso. El orgullo me obligó a cumplir mi objetivo: nadar sin requerir de otra cosa más que mi cuerpo.

No fue lo único que aprendí ese día; también que, por mucho que necesitemos a los demás, hay ocasiones en que uno tiene que salir a flote por su propia cuenta.

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La principal pasión de mi vida

En las próximas semanas verán que algunas entradas se repiten, no es así. Ya les dije que me inscribí en un curso de redacción. Así que estaré subiendo los días sábados el texto que envío de tarea y los días miércoles el mismo texto pero corregido. De este modo, empezamos con la corrección del texto anterior.

La principal pasión de mi vida

Alejandro Diep Montiel

Aún recuerdo la primera vez que hice un programa para computadora. Fue en la preparatoria cuando, en clase de cómputo, después que escribí unas líneas de código, aparecieron unas letras blancas sobre fondo negro que pedían dos cifras y realizar una operación, suma, resta, multiplicación o división. Esas eran las únicas cuatro opciones que mostraba el monitor.

Al programar esa calculadora tan básica, me di cuenta de qué deseaba hacer el resto de mi vida: decirle a una máquina lo que yo quería que hiciera.

Hace 17 años sucedió eso. Ni siquiera tenía computadora: en aquel entonces, era un lujo que no podía darse una familia monoparental, de clase media y en un pueblo. Para hacer la tarea, debía ir a la casa de unos amigos con mi caja de diskettes y tardarme solo una o dos horas.

Se me facilitaba programar y era de los mejores en la clase. Pronto comencé a sacar provecho de esto. Hacía la tarea de mis compañeros a cambio de una Coca-Cola, una bolsa de Sabritas o una cajetilla de cigarros. Luego, mi fama se esparció entre otros salones. Aún recuerdo cuando un amigo de mi primo llegó a la casa y me dijo: “Vengo a pedirte ayuda”. Él era del cuadro de honor de la escuela, y a mí… A mí nunca me habían importado las calificaciones. Entonces lo comprendí: hacer programas de cómputo iba a ser la principal pasión de mi vida.

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Curso de redacción

Siempre he sido malo para la redacción de escritos. No me había importado hasta últimas fechas. He tenido que redactar oficios y notas informativas en el trabajo. Esto me llevó a inscribirme en un curso de redacción. Cada semana tenemos que hacer un escrito de 250 palabras +- 20 donde practiquemos lo aprendido. Estos escritos son revisados por el profesor y otro grupo de correctores de estilo y nos realizan observaciones la siguiente semana.

Así que durante estas semanas estaré subiendo estos escritos, los originales que envío y los que me devuelven corregidos. Cada uno lleva un tema diferente, el primero es Autorretrato a través de una pasión.

La principal pasión de mi vida.

Alejandro Diep

Aún recuerdo la primera vez que hice un programa para computadora. Fue en la preparatoria cuando en clase de cómputo, tras escribir unas líneas de código, unas letras blancas sobre fondo negro pedían dos cifras y una operación a realizar. Suma, resta, multiplicación o división. Esas eran las únicas cuatro opciones que mostraba. Al programar esa calculadora tan básica, me di cuenta que eso era lo que quería hacer el resto de mi vida. Decirle a una máquina lo que yo quería que hiciera.

Tiene ya 17 años en que eso sucedió. Ni siquiera tenía computadora. En aquel entonces, tener una era un lujo que no podía darse una familia monoparental, de clase media y en un pueblo de provincia. Tenía que ir a casa de mis amigos que sí tenían, con mi caja de diskettes y con sólo una o dos horas del día para hacer la tarea.

Se me facilitaba programar y era de los mejores en la clase. Y pronto comencé a sacar provecho de esto. Hacía la tarea de mis compañeros a cambio de una coca-cola, una bolsa de sabritas o una cajetilla de cigarros. Luego, mi fama se esparció a otros salones. Aún recuerdo cuando un amigo de mi primo llegó a la casa y en vez de hacer la tarea con él, me dijo: “Vengo a verte a ti”. Él era del cuadro de honor de la escuela, y a mí… a mí nunca me habían importado las calificaciones. Entonces lo comprendí, hacer programas de cómputo iba a ser la principal pasión de mi vida.

Murphy dice: No soy lo que llamarían un «hombre civilizado». No acato las reglas establecidas por la sociedad. No se molesten en mencionármelas, por favor.

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Vida*