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No aflojes la mano derecha (Corregido)

No aflojes la mano derecha

Alejandro Diep Montiel

A los 15 años de edad tomé un curso de rescate que incluía prácticas de rapel. Toda mi vida he sido temeroso de las alturas y, cuando vi ese barranco de 45 metros de profundidad, no creí que me aventaría.

A cada momento el instructor nos advertía: “Jamás suelten la cuerda de su mano derecha. Si la aflojan, se caen al vacío porque es la que sirve de freno”. Con esas palabras en la mente, uno se paraba en la orilla, daba el primer paso hacia atrás y se dejaba ir de espaldas. Los nervios aumentaban porque se tenía que dar un pequeño salto para sortear la curva al inicio de la pared.

La primera vez que descendí, tomé muchas precauciones y logré bajar bien. La segunda vez no resultó igual. Tenía más confianza y no me fijé en que mi playera estaba atorándose entre los nudos y los mosquetones. Por suerte, me di cuenta a tiempo y me detuve en seco. No sabía qué hacer estando suspendido a la mitad del trayecto. Mi compañero estaba más abajo, en la otra línea y no podía regresar para ayudarme.

Tuve que armarme de valor y, sin soltar la cuerda de la mano derecha, levantar mi propio peso con la izquierda, ascender un poco y permitir que la tela se zafara. Me costó trabajo, pero al final lo hice. Continué mi descenso sin problemas. Después vinieron otras prácticas desde mayor altura. Por supuesto que en estas tuve más cuidado.

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No aflojes la mano derecha

No aflojes la mano derecha

Alejandro Diep Montiel

A los 15 años de edad tomé un curso de rescate que incluía prácticas de rappel. Toda mi vida he sido temeroso de las alturas y, no creí aventarme cuando vi ese barranco de 45 metros de profundidad.

En cada momento el instructor nos advertía “Jamás suelten la cuerda en su mano derecha. Si la aflojan se caen al vacío porque es la que sirve de freno”. Con esas palabras en la mente, te parabas en la orilla, dabas el primer paso hacia atrás y te dejabas ir de espaldas. Los nervios aumentaban porque tenías que dar un pequeño salto para sortear la curva al inicio de la pared.

La primera vez que descendí tomé muchas precauciones y logré bajar bien. La segunda vez no resultó igual. Tenía más confianza y no me fijé que mi playera se estaba atorando entre los nudos y los mosquetones. Por suerte, me di cuenta a tiempo y me detuve en seco. No sabía qué hacer estando suspendido a mitad del trayecto. Mi compañero en la otra línea estaba más abajo y no podía regresar para ayudarme.

Tuve que armarme de valor y, sin soltar la cuerda en la mano derecha, levantar mi propio peso con la izquierda, ascender un poco y permitir que la tela se zafara. Me costó trabajo pero al final lo hice. Continué mi descenso sin problemas. Después vinieron otras prácticas desde mayor altura, por supuesto que en éstas tenía más cuidado.

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Sin palabras (Corregido)

Sin palabras

Alejandro Diep Montiel

Acostumbro planear las cosas y me gusta la puntualidad. Mi boda, sin embargo, empezó tarde, lo que ocasionó que me estresara. Los minutos que teníamos para llegar al casamiento por lo civil se consumían con cada foto que nos tomábamos fuera de la iglesia.

Ella se veía hermosa con su vestido blanco, y darme cuenta de que viviríamos juntos me emocionaba, pero también aumentaba mis nervios. Quería que todo marchara sin contratiempos. Tuvimos que salir apresurados al salón de fiestas, pues los invitados ya estaban esperándonos para que se iniciara la ceremonia.

Siempre he sido tímido y de poco diálogo, por lo que me sorprendí cuando, después de firmar el acta, el juez me pidió que le dedicara algunas palabras a mi esposa. Jamás había visto esto en las bodas. El abogado solo se ocupaba de sus asuntos, pronunciaba algún discurso y terminaba el acto.

Simplemente, me tomó desprevenido. Mis ideas se esfumaron y lo único que atiné a decir fue “¡Felicidades!”. Los asistentes soltaron la carcajada y yo seguía sin que se me ocurriera algo adecuado para la ocasión. Mi madre, quien tiene un vocabulario más extenso, me susurró algunas frases que yo repetí al micrófono.

Me habría gustado decirle algo mejor, expresarle cuánto la amaba y que anhelaba vivir con ella. Incluso, recitar alguna canción de esas que salen del alma. No pude hacerlo en ese momento, y por eso me encargo de demostrárselo, cada día, sin palabras.

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Sin palabras

Sin palabras

Alejandro Diep Montiel

Acostumbro planear las cosas que hago y ser puntual en las citas que tengo. Mi boda empezó tarde, lo que ocasionó que estuviera estresado. Los minutos que teníamos para llegar al casamiento por el civil se consumían con cada foto que nos tomábamos fuera de la iglesia.

Ella se veía hermosa con su vestido blanco; y darme cuenta que viviríamos juntos me emocionaba, pero también, aumentaba mis nervios. Quería que todo saliera sin contratiempos.

Tuvimos que salir apresurados al salón de fiestas. Los invitados ya estaban esperándonos para iniciar la ceremonia. Siempre he sido tímido y de poco diálogo por lo que me vi sorprendido cuando, después de firmar el acta, el juez me pidió que le dijera algunas palabras a mi esposa.

En las bodas en las que he participado jamás había pasado esto. El abogado sólo se dedicaba a sus asuntos, daba algún discurso y terminaba el evento.

Simplemente “me agarró en curva”. Mis ideas se esfumaron y lo único que atiné a decir fue: “¡Felicidades!”. Los asistentes soltaron la carcajada y yo seguía sin pensar en otra cosa qué decir. Mi madre, que tiene un vocabulario más extenso, me susurró algunas frases que yo repetí al micrófono.

Me habría gustado decirle algo mejor. Expresarle cuanto la amaba y que anhelaba vivir con ella. Incluso recitar alguna canción de esas que salen del corazón. No pude hacerlo en ese momento, y es por eso que me encargo de demostrárselo, cada día, sin palabras.

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Siete metros cuadrados (Corregido)

Siete metros cuadrados

Alejandro Diep Montiel

“Son 650 pesos mensuales”, dijo la señora Gilda tras mostrarme el cuarto de siete metros cuadrados que estaba a un costado de su casa. Una cama, una mesa, una silla y un clóset cumplían la promesa que hacía el anuncio en el periódico: “Se renta dormitorio amueblado”.

Se ubicaba en una zona segura y de fácil acceso, en una calle que salía a Periférico frente a Plaza Satélite. Tres personas y yo compartíamos el baño, la estufa, el refrigerador y la mesa de comedor. Solo tenía que caminar una cuadra para tomar el microbús que me llevaba a la universidad. Cerca había restaurantes de comida rápida, y a 10 minutos, una Comercial Mexicana.

Era un joven de 17 años que venía del estado de Hidalgo a cursar la carrera de Ingeniería en Sistemas. Toda mi vida había estado con mi familia. Si hubiera elegido una universidad en Pachuca, seguramente habríamos rentado una casa allá para seguir juntos. Pero elegí venirme solo a la ciudad porque ese siempre había sido mi sueño.

Pagué el primer mes y cambió mi vida. En la mañana tomaba clases en la universidad, por la tarde paseaba en las tiendas del centro comercial y en la noche leía en mi cuarto o platicaba con Juan Pablo, un chico de Guadalajara que también rentaba ahí.

Desde pequeño fui independiente, responsable, y gracias a la libertad que me daban esos siete metros cuadrados logré adquirir más conocimientos, relacionarme con otras personas y hacer nuevos amigos.

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Centro de México



Centro de México, originally uploaded by sistema13.

Después de una exitosa carrera de comediante en Estados Unidos, Andy vino a poner una cadena de ópticas en la Ciudad de México.

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Siete metros cuadrados

Siete metros cuadrados

Alejandro Diep Montiel

—Son 650 pesos mensuales —Dijo la señora Gilda tras mostrarme el cuarto de siete metros cuadrados que estaba a un costado de su casa. Una cama, una mesa, una silla y un closet cumplían la promesa que hacía el anuncio en el periódico: “Se renta dormitorio amueblado”. Compartía el baño, la estufa, el refrigerador y la mesa de comedor con otras 3 personas.

Su ubicación era cómoda y segura: una calle cerrada que salía a periférico frente a Plaza Satélite. Solo tenía que caminar una cuadra y tomar el microbús que me llevaba a la universidad. Encontraba restaurantes de comida rápida cerca y una Comercial Mexicana a 10 minutos.

Era un joven de 17 años que venía del estado de Hidalgo a cursar la carrera de Ingeniería en Sistemas. Toda mi vida había estado con mi familia. Si hubiera elegido una universidad en Pachuca, seguramente habríamos rentado una casa allá para seguir juntos. Pero elegí venirme solo a la ciudad porque ese siempre fue mi sueño.

Le pagué el primer mes y cambió mi vida. En la mañana tomaba clases en la universidad, por la tarde paseaba en las tiendas del centro comercial y en la noche leía en mi cuarto o platicaba con Juan Pablo, un chico de Guadalajara que también rentaba ahí. Desde pequeño fui independiente y responsable, pero gracias a la libertad que me daban estos siete metros cuadrados logré adquirir más conocimientos, relacionarme con otras personas y hacer nuevos amigos.

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El día que aprendí a nadar (Corregido)

El día que aprendí a nadar

Alejandro Diep Montiel

El día que aprendí a nadar quedó fijo en mi memoria. Tenía alrededor de 12 años. Durante unas vacaciones familiares, al llegar al hotel y desempacar, me di cuenta que en mi salvavidas había un agujero. Con tristeza, observé la llanta inflada de mi primo, mientras que la mía solo era un bulto de plástico que yacía en el suelo.

Mi madre consiguió un parche; sin embargo, yo no podría salir a nadar en tanto no se secara el pegamento, más o menos al siguiente día. Mi tía nos dijo que alternáramos la otra llanta entre mi primo y yo. Así lo hicimos unos minutos hasta que, como niños que éramos, tuvimos una pelea durante mi turno. Él reclamó lo que le pertenecía y yo, enojado, se lo devolví.

Resentido como estaba, salté al agua y comencé a moverme con desesperación. Pataleaba y braceaba adelante y atrás. Con dificultad, pude flotar y avancé lentamente hasta donde la alberca era más profunda, y de regreso. El orgullo me obligó a cumplir mi objetivo: nadar sin requerir de otra cosa más que mi cuerpo.

No fue lo único que aprendí ese día; también que, por mucho que necesitemos a los demás, hay ocasiones en que uno tiene que salir a flote por su propia cuenta.

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El día que aprendí a nadar

El día que aprendí a nadar.

Alejandro Diep Montiel

El día que aprendí a nadar quedó fijo en mi memoria. Tenía unos 12 años. Durante unas vacaciones familiares, al llegar al hotel y desempacar las maletas, me di cuenta que mi salvavidas tenía un agujero. Con tristeza en la cara, observaba la llanta inflada de mi primo mientras que la mía solo era un bulto de plástico que yacía en el suelo.

Mi madre consiguió un parche para tapar la fuga, sin embargo no podría salir a nadar en tanto no se secara el pegamento, más o menos hasta el siguiente día. Mi tía nos dijo que alternáramos la otra llanta entre mi primo y yo para ir a la alberca. Un rato la usaría él y después me tocaba a mí.

Así lo hicimos unos minutos hasta que, como niños que éramos, tuvimos una pelea durante mi turno. Él reclamó lo que le pertenecía y yo enojado se la devolví. Y fue entonces que sucedió. Resentido como estaba, salté al agua y comencé a moverme desesperado. Pataleaba y movía los brazos adelante y atrás. Con dificultad, alcancé a flotar y avancé lentamente hasta partes más profundas de la alberca y de regreso. El orgullo me obligó a cumplir mi objetivo: nadar completamente sin necesidad de otra cosa más que mi cuerpo.

No fue lo único que aprendí ese día. Comprendí que por mucho que necesitemos a los demás, hay ocasiones en que tienes que salir a flote por tu propia cuenta.

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La principal pasión de mi vida

En las próximas semanas verán que algunas entradas se repiten, no es así. Ya les dije que me inscribí en un curso de redacción. Así que estaré subiendo los días sábados el texto que envío de tarea y los días miércoles el mismo texto pero corregido. De este modo, empezamos con la corrección del texto anterior.

La principal pasión de mi vida

Alejandro Diep Montiel

Aún recuerdo la primera vez que hice un programa para computadora. Fue en la preparatoria cuando, en clase de cómputo, después que escribí unas líneas de código, aparecieron unas letras blancas sobre fondo negro que pedían dos cifras y realizar una operación, suma, resta, multiplicación o división. Esas eran las únicas cuatro opciones que mostraba el monitor.

Al programar esa calculadora tan básica, me di cuenta de qué deseaba hacer el resto de mi vida: decirle a una máquina lo que yo quería que hiciera.

Hace 17 años sucedió eso. Ni siquiera tenía computadora: en aquel entonces, era un lujo que no podía darse una familia monoparental, de clase media y en un pueblo. Para hacer la tarea, debía ir a la casa de unos amigos con mi caja de diskettes y tardarme solo una o dos horas.

Se me facilitaba programar y era de los mejores en la clase. Pronto comencé a sacar provecho de esto. Hacía la tarea de mis compañeros a cambio de una Coca-Cola, una bolsa de Sabritas o una cajetilla de cigarros. Luego, mi fama se esparció entre otros salones. Aún recuerdo cuando un amigo de mi primo llegó a la casa y me dijo: “Vengo a pedirte ayuda”. Él era del cuadro de honor de la escuela, y a mí… A mí nunca me habían importado las calificaciones. Entonces lo comprendí: hacer programas de cómputo iba a ser la principal pasión de mi vida.